jueves, 2 de abril de 2020

La relatividad del tiempo

Una característica de los momentos tristes, de angustia, de los malos momentos, es que nos despiertan el temor de no terminar jamás; mientras uno está hasta la médula llorando una pérdida, lamentando un fracaso, pensando en algo que nos hubiera encantado que sucediera pero finalmente no fue; en ese lapso de tiempo, pareciera que la sensación horrible en la boca del estómago (que de a ratos migra a la garganta, y-como ya dije una vez- juega a hacerle piquete al tráfico de oxígeno a los pulmones) pareciera decía que la sensación no conocerá final.
A la vez, cuando uno se siente pleno, casi sin espacio en el cuerpo para la felicidad que pueden provocar algunas personas, situaciones, logros, etc.; esos momentos suelen sentirse efímeros. Es por eso que quizá, de un tiempo a esta parte, he aprendido a poner mis sentidos al servicio de vivir intensamente todo aquéllo que me trae un poquito de alegría y, más temprano que tarde, se irá.
Entonces me detengo sin que lo notes en el leve arco que forma tu ceja derecha cuando sonreís, en la sensación ligeramente rugosa de la palma de tu mano si se me antoja recorrerla con los dedos, en el compás de tu voz hablando de la nada o de todo mientras suena, con su simetría matemática, Piazzola, en el espacio exacto del dorso de mi rodilla entrando por azar en contacto con tu pierna mientras nos acomodamos para dormir. 
Y -como bien habrás notado- suelo demorarme en los instantes que me permiten gozar (con cierta fascinación) de lo reconfortante que me resulta algo tan simple como el aroma de tu piel...

Evitar, resistir

tu hechizo de suave adicción
como si fuera fácil dominar mi sentir
y saber que te vas
y saber que la abstinencia me puede
todo se vuelve oscuro, 
y sólo puedo decir...

...

Lo que yo quiero 
corazón cobarde
es que mueras por mí..